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Las palabras andantes

Letras y surrealismo

Negra, negra navidad

Negra, negra navidad             Aquél año no me enteré de la llegada de la Navidad hasta que cierto tipo achaparrado llegó a mi casa, a mediados de Diciembre, para hacerme entrega del regalo de mi tío muerto. Ahora, cuando pienso en ello, me sorprende no haber reparado antes en estas fiestas.

            Y me sorprende porque recuerdo que precisamente ese año al Ayuntamiento le había dado por colgar, desde mi ventana hasta la de los vecinos de enfrente, uno de esos alumbrados de alambre que cruzan las calles. Yo ni me enteré, la verdad; sólo me sobresalté un poco una noche en la que me sorprendió ver de repente un haz luminoso y amarillo que provenía del exterior. Era el encendido de las bombillas. Y no unas bombillas cualquiera, nada que ver con esas que ponen ahora de bajo consumo que apenas brillan, apagaditas como velas. No señor; las mías eran de las que cada vez que se encienden producen la subida de las acciones de las eléctricas y la desaparición de dos o tres ballenas. Porque en mi barrio siempre han pensado que mariconadas las justas. Y así, desde aquella noche, al menos supe que algo se andaba cociendo por ahí. Pero juro que se me había olvidado que en Diciembre se celebra la Navidad hasta que apareció aquél tipo.

            Vestía de negro. Era calvo, aunque eso sólo lo supe cuando le invité a entrar en casa y se quitó el sombrero, porque llevaba hasta sombrero, de esos hongos y pequeños, como él mismo. Aún siendo corto de estatura su cuerpo resultaba ancho, con un cuello grueso de buey. La piel parecía tenerla teñida por una finísima capa de ceniza y dos bolsas marrones colgaban bajo sus ojos, oscuros también. Cuando llamó a la puerta y se presentó como agente de Seguros Ocaso pensé que había personas que nacían predestinadas para ciertos empleos.

            -¿Ya me toca pagar la cuota? -pregunté inocente. El tipo titubeó un poco y, sin mirarme directamente a la cara, me aseguró que sí.

            -¿Puedo entrar? -dijo con, quizás, cierta premura. Vi que echaba mano de una raída carpetita de cartón azul y sacaba una pluma de su bolsillo derecho. El abrigo largo, que le llegaba por debajo de las rodillas, revoleteaba sin parar-. Es que tendría usted que firmarme... porque usted es Doña...

            -Sí, sí -dije yo rápidamente al oír mi nombre-. Pase usted, será un momento.

            Le introduje con cierta educación hasta mi saloncito y le invité a tomar asiento. Lo hizo, juntando las piernas como expectante. Yo me quedé mirándolo de pie.

            -Me tiene que dar un recibo, ¿no?

            El tipo aquél abrió los ojos de forma desmesurada.

            -¿Tendría un café? -dio por respuesta.

            -Pues... -comencé a murmurar, buscando tiempo para intentar comprender qué coño hacía un desconocido fofo y ojeroso sentado en mi salón pidiéndome café.

            -Una tacita nada más. Es que le he mentido, no soy del Ocaso y necesito un café.

            -¿Cómo? ¿Qué no es usted...? -pero el tipo no me dejó seguir.

            -No -respondió con un extraño aplomo-. No trabajo para ninguna casa de seguros.

            -¿Y qué hace usted aquí? ¿Qué quiere? Es más, ¿cómo narices sabe que yo tengo el Ocaso?-estallé.

            -Ah, pero ¿hay otras aseguradoras?

            -Joder, joder, Santa Lucía, por ejemplo.

            -¡Es verdad! -dijo el tipo, dándose una palmada en la frente-, no había caído. Qué suerte, acerté a la primera.

            -Bueno, ¡ya está bien! -estallé yo por segunda vez-. Quién es usted y qué quiere. O mejor, lárguese de aquí o le atizo con algo.

            -No se enfade, se lo pido por favor -dijo, perdiendo parte de su recién adquirido optimismo-. He venido para hacerle entrega de un regalo.

            Comencé a considerar seriamente que, si en algún lugar de mi ser había un colmo, una frontera, ésta estaba a punto de ser rebasada. Apreté tanto los dientes que éstos comenzaron a rechinar. Realmente estaba muy enfadada... lo que ocurre es que una ve a diario la tele y sabe que hay mucho loco suelto. Y los locos suelen ser peligrosos. Así que pensé de repente que quizás el hombre que tenía en mi salón guardaba uno de esos cuchillos grandes de carnicero atado a la cintura con una cuerda, como el destripador de Alcorcón, y mi ira fue cediendo para dar paso a un mitigado temor. Preferí ser prudente.

            -Vaya -comenté-. No me diga, un regalo. ¿Y su nombre me dijo que era...?

            -Albricio. Pero eso no importa. ¡Mire! -me dijo, abriendo mucho los ojos- aquí está el regalo-. En ese momento introdujo su manaza bajo el abrigo y mis piernas comenzaron a flaquear. Pero lo que vio la luz de mi salón no fue ningún cuchillo jamonero, sino un paquete envuelto en el basto papel que se utiliza en las pescaderías. Lo depositó con reverencial cuidado en la mesita. "Es de su tío", dijo con una sonrisa.

            -De mi tío.

            -Sí, de su tío Godofredo.

            Miré el paquete, miré al tipo y me mordí el labio de abajo.

            -Mi tío Godofredo lleva muerto veinte años. No ha podido regalarme nada -aduje sombría.

            -Claro que sí, lleva veinte años ahorrando para hacerle este regalo. Le quería mucho a usted, nunca la ha olvidado, veinte años ahorrando, qué barbaridad. Es que los muertos cobramos muy poco, yo no habría sido capaz, desde luego.

            -¿Los muertos...? -tartamudeé yo.

            -Sí, sí, los muertos no hacemos nada más que trabajar por una miseria. Trabajar y trabajar, ese es nuestro pan de cada día. Porque no descansamos ni los domingos. ¡Ah! -exclamó, y sus ojos tomaron una expresión soñadora- ¡aproveche usted! -me dijo-. Aproveche ahora, que está viva. Cuando se muera no va a parar.

            -Pero me está diciendo que está usted muerto -volví a repetir. Más el tipo seguía con su cháchara.

            -¡Qué envidia la vida que llevan ustedes! -decía-. ¡Quién estuviera vivo de nuevo, así cualquiera! Jornadas de 8 horas, descansos de fin de semana... claro, es lo que tiene el estar sindicado. Porque nosotros... algunos, los más desfavorecidos, desde luego, pasan hasta hambre. Y porque no nos dejan, que si no ya estaríamos todos aquí; pero vivimos en un mundo de fronteras, qué le vamos a hacer. Algunos ilegales tienen ustedes, creo que los llaman fantasmas. Ya sé que son gente problemática, no se adaptan, no. Pero yo siempre abogué por la multiculturalidad.

            -¿Y de qué conoce usted a mi tío Godofredo? -tartamudée, aturdida por la palabrería de mi invitado-. Y ya de paso que hace aquí, ¿es usted también un fantasm... digo, un ilegal?

            -No, no, yo trabajo en esto. Soy recadero intermundial. Paso de un mundo a otro para llevar recados, paquetetes, ya sabe. Las mercancías sí son libres, siempre lo han sido. Pero no tienen patas.

            -Ajá -musité; y la verdad es que no se me ocurría otra cosa qué decir. Todo mi pensamiento era, en esos instantes, una sucesión de "ajás" interminables... hasta que finalmente opté por articular algo más, cualquier cosa.

            -¿Y el subterfugio este de hacerse pasar por un agente del Ocaso? -pregunté como embotada.

            -Es que verá -respondió solícito-, yo entiendo que de estas cosas no se habla, que mi trabajo es muy desconocido y puede desconcertar al principio. Por eso voy de mentirijillas por ahí. Digo "vengo por tal cosa" y la gente me abre la puerta. Aunque... si fuera un ladrón o un asesino utilizaría la misma estrategia, qué gracioso, lo mismo la asusté a usted.

            -Pero no lo es.

            -¿El qué?

            -Un ladrón, o un asesino.

            El tipo sonrió y dejó entrever unos dientes podridos, casi de madera.

            -No, ya no.

            Finalmente logré desembarazarme de él; mientras salía a empollones empujado por mí y reclamando su taza de café, logré hacerle entender que su visita me había sido muy agradable pero que el tiempo, incluso para los vivos, también es a veces escaso.

            -Espere, espere -protestaba-, déjeme ver al menos el regalo... ni se imagina lo que me ha costado encontrarla, la de tiempo que he llevado ese paquete esmeradamente envuelto pegado a mi, con la continua tentación de desenvolverlo...

            -Nada, no puede ser, va a empezar ya mismo McGuiver en Cuatro y no me lo puedo perder.

            -Pero... ¿y el café?

            -Sólo bebo Cola Cao, lo siento.

            Y se fue, milagrosamente.

            Hubo un momento de sepulcral silencio. Tras la berborrea de mi increíble invitado sólo quedaba un paquete envuelto en papel de estraza sobre mi mesa. Estaba allí y parecía como si me mirara con pena. Me acerqué cuidadosamente a él. Iba a cogerlo pero me lo pensé mejor y me senté frente a la mesa sin quitarle ojo. Toda aquella historia de muertos, visitas y seguros Ocaso aún formaban un torbellino en mi mente que me hacían sentir turbada. Pero sin más dilación, y pensando en McGuiver, que estaría a punto de comenzar, alargué la mano y lo cogí. Comprobé que no pesaba mucho; con destreza y algo de nerviosismo deslié el basto papel gris y abrí el paquete. Ante mí apareció un par de zapatos negros, acharolados, brillantes como la mismísima plata bruñida y con dos pequeños tacones remachados en terciopelo. Sin duda, el sueño de cualquier niña preadolescente de trece años. Con abatimiento coloqué el zapato derecho bajo la planta de mi pié y comprobé, por si acaso, que me sobraban los dedos. Mi tío Godofredo, cómo no, veinte años ahorrando para esto. Suspiré, los eché a un lado y ya me disponía a encender el televisor cuando vi brillar algo más en el fondo del paquete. Asomé la nariz y me di cuenta de lo que era: una postalita horrorosamente hortera en la que, con purpurina y lentejas, se había escrito un torcido "Feliz Navidad".

            -¡Hostias! -exclamé sin poder reprimirlo- ¡que ya es Navidad!

Rafael P. Calmaestra

Karma

Karma

     En algunas azoteas de Madrid se pueden encontrar, a veces, mujeres rubias mirando el cielo. Los cielos siempre son azules cuando hay una rubia mirando. Estas mujeres son intermitentes, parpadeantes, se ha de observar muy bien para darse cuenta de que están. En la Avenida de Córdoba nº 23, cerca del Doce de Octubre, vi a una en el ático. Subí a fumarme un cigarrillo y estaba allí. Frente a sus ojos se extendía un vergel de bloques moteados por árboles bajo el cielo azul, tan azul aquél día, de Madrid. Le pregunté cualquier cosa y se giró para mirarme.          

  -¿Sabes que los helicópteros son en realidad ángeles? –me dijo, sonriendo.  

 Rafael P. Calmaestra

Chupa chups

Chupa chups

Llevaba tiempo escociéndome los ojos. Los tenía tan sucios que empecé a llorar tierra. Miraba demasiado a Nicola y Nicola me hablaba siempre de muertos: de Stalingrado, de Dresde, del vecino del segundo. A mí me la soplan los rusos, los alemanes y los vecinos del segundo. ¿Por qué siempre me hablaba de lo mismo? Si yo sólo quería besarla y tocarle una teta.¡Siento verla crecer y alejarse de mí como se aleja la hierba del suelo en pos del cielo azul atravesado por nubes blancas y aviones de pasajeros!¡Deseo tenerla cerca como los gatos desean estar siempre cerca de ratones grises y peludos que se mueven si cesar!

¡Nicola nombre de ola! Nicole nombre de flor. ¿Sabes ya por qué mis ojos lloran tierra? Porque quiero saborear tus pechos como si fueran chupa chups.

Rafael P. Calmaestra

Luke Skywalker

Luke Skywalker

            Lucas buscó el trampolín más alto. Subió la escalerilla peldaño a peldaño, sin dejarse ninguno atrás, y saltó. Describió dos vueltas perfectas en el aire antes de zambullirse, creando clónicos círculos efímeros. Las personas que miraban desde el borde correspondieron a la magnífica zambullida con su amor. Lucas surca el aire formando geometrías silenciosas. Sonríe a las gradas, al cloro, a los cielos. Sale mojado; manos prestas a secarlo con toallas azules tocan uno de sus rizos mientras él ríe blancas espumas de agua. Todos lo contemplan felices, radiantes en el día de hoy. En este lugar hemos conocido a Dios, dicen.

Rafael P. Calmaestra  

Retazos

Retazos

            En los últimos días varios vecinos comenzaron a dar la voz de alarma ante el excesivo aumento de la presencia de ratones en el edificio. Lo encontré algo exagerado, aunque tengo que reconocer que alguna vez he visto un pequeño y redondo ser peludo corretear entre las baldosas del segundo. A mí los ratones me parecen animalitos simpáticos y silenciosos, por fuerza han de caerme bien. No entiendo tanta incuria contra ellos. Yo los dejaría vivir, aunque tengan esa manía de reproducirse a todas horas... la cacería comenzó, de todas formas, con las ratoneras, y al principio eran muchos los que amanecían despanzurrados entre sus mecanismos, pero al poco sus compañeros aprendieron la lección y ahora sólo los más despistados caen en la trampa del queso fácil. Se impusieron entonces métodos de exterminio más bastos, como el típico escobazo o pisotón, pero matar de uno en uno y mancharse las manos con ello no es muy del siglo XX, menos aún del XXI. Así que la solución final ha sido la típica: adopción masiva de gatos, todos negros por añadidura, y que se encarguen ellos.

 

            Y la cosa es que gato ya había en el edificio. Se trata de uno gordo y viejo que vive abajo, donde las calderas. Dicen los del quinto que pertenecía a un antiguo portero que, por lo visto, habitaba hace años en el edificio. El portero murió o desapareció absorbido por las modernas tecnologías de lo automático, pero el gato se quedó y desde entonces vive solo, como yo. Aún así los vecinos reniegan de él, nunca caza nada, echan pestes de su color entre gris y marrón y lo tienen por un gato flojo. Yo pienso de distinta manera, yo veo en él al Oskar Schlinder de los gatos. Imagino que acoge y ayuda a los ratones en el sótano sin esperar nada a cambio. Me gustaría que fuera verdad. Cuando en alguna ocasión me lo he cruzado en el rellano, he sentido la imperiosa necesidad de detenerme a mirarlo para observar si había en sus ojos algo que corroborara mi sospecha. No he podido, sin embargo, porque siempre es difícil aguantarle la mirada a un gato.

 

Rafael P. Calmaestra

Excalibur

Excalibur

           

            Mariela se frotaba los ojos de puro aburrimiento. Frente a ella, Rubén seguía hablando y hablando. Ahora decía no se qué de una película. 

            -Era “Excalibur”, ¿la has visto?

 

            No, Mariela no la había visto.

 

            -No me lo puedo creer –dijo Rubén con una sonrisa amplia y forzada mientras le daba vueltas a su cerveza-. Hay una escena... ¿sabes? Hace años siempre pensaba ¿qué ocurriría si algún periodista –yo ya sería famoso, claro- si algún periodista me preguntara por las vivencias que me han marcado? Yo le hablaría de esa película.

 

            Mariela miró su reloj.

 

            -Te sitúo. Trata sobre la tabla redonda y todo eso, es del ochenta, creo. La escena comienza cuando Arturo, que aún no es rey, desclava la espada de la piedra con una facilidad pasmosa. Los nobles y caballeros que lo observan no lo pueden creer; algunos lo siguen y proclaman como soberano pero otros se niegan a reconocerlo porque hasta ese momento no era más que un pobre escudero. Bien, siguen unos momentos un poco  confusos hasta que sus seguidores sitian el castillo de su más poderoso rival; Arturo se encamina hacia allí y comienza la lucha.

 

            Mariela siguió mirando el reloj. Pensó que si fuera digital quizá el tiempo pasaría más rápido. Piensa también en el motivo por el que salió con este chico; no es feo, tiene una mirada interesante y, quién sabe, puede que no esté sólo delgado. Pero tenía que haber adivinado que una persona así jamás se atrevería a hablarle de algo serio o divertido, qué más da. Que era de los que no se atrevían a rozar ni tan siquiera la falda de una mujer, qué decir besarla, qué decir cogerle con fuerza los senos, recorrer las piernas con las palmas vueltas de las manos.

 

            -Arturo lucha bien, y eso que no lleva armadura como los demás –siguió  diciendo Rubén nerviosamente-. Llega un momento en el que captura a su enemigo en el río, a lado de las murallas. Alrededor de ellos los seguidores de uno y otro continúan la lucha hasta que Arturo, a viva voz, le ordena al noble que se rinda, pues lo tiene cogido por el cuello. Pero éste se niega; “¿Cómo voy a rendirme ante un escudero? ¡Soy un caballero, y noble por añadidura! Jamás me rendiré a ti”. ¿Ves Mariela? Cuánto honor. Bueno, pues en esas estaban y ya todos los que luchan dejan de hacerlo para jalearlos. Y entonces viene lo bueno.

 

            En el cine, mudo. A ella le gusta comentar las cosas que suceden en la pantalla, y reírse cuando se lo pide el cuerpo. Bajito, eso sí, para no molestar. También le gusta sentir que la tocan en la oscuridad; le gusta que lo hagan con timidez, si el chico está inseguro en esas primeras horas, o con firmeza si se le ve un poco chulito. Pero Rubén se sumergió en una especie de burbuja autista desde el principio. Nadie existía, sólo las figuras luminosas de enfrente. Y eso que la película la había elegido ella  y más tonta no podía ser.

 

            -Entonces es cuando Arturo lo suelta del cuello y le dice, “Tienes razón”. Le da la espada, le da excalibur, se agacha ante él, baja la cabeza y dice “ármame caballero para que puedas rendirte ante mí”. ¿Te das cuenta? Los que lo miran, de uno y otro bando, quedan patidifusos. Todo se torna verde, como siempre que se fuerza el destino. Merlín, que anda por allí, se asusta. Y Arturo continúa esperando, con el agua hasta la cintura. Los seguidores del noble lo jalean: ¡Envaina la espada y conviértete en Rey! O bien ¡Córtale la cabeza! Y el noble en cuestión no hace más que mirar y mirar la espada, pues es la espada más deseada de toda Inglaterra, la que por décadas descansó clavada en la piedra sin que nadie pudiera sacarla de allí. Y la tiene ahora en las manos reluciente, blanca y dorada. Y tiene al supuesto impostor bajo él... pero lo que hace es nombrar a Arturo caballero, por San Jorge, devolverle la espada y arrodillarse llorando,  sollozando que jamás vio a nadie con tanto valor y que sin duda la sangre del último Pendragón corre por sus venas.

 

            Rubén, que se había llegado a emocionar, calló de golpe. Ya estaban recogiendo las últimas mesas y ni siquiera se había terminado su cerveza. Mariela miraba hacia abajo, como el rey Arturo hasta hacía un momento. Es que su reloj no era digital. Rubén sintió que algo le quemaba el estómago.

 

            -Vámonos, anda.

Rafael P. Calmaestra   

Miel

Miel

    

            Primero se enamoró de sus piernas. Eso pienso.

           Sus piernas eran blancas blanquísimas y las imaginaba con olor a miel.  

           En el centro, la colmena que guardaría dulces gotitas listas para derramarse piernas abajo. Miel en sus pezones, que también imaginaba color miel, miel en su lengua rosada, miel en todo su cuerpo. 

           Porque ahora pienso que primero se enamoró de su carne.

           Luego vinieron los ojos, sigo pensando. Esos pozos negros. Un pozo es un buen lugar, profundo, con agua fresca. Si en él viven un sapo y una serpiente entonces será además un pozo mágico. En los pozos no hay miel, la miel está en la piel y no tan adentro.      

           Luego vinieron los ojos, pues, y entonces el amor se hubo de hacer tierno. Y doloroso. Y para siempre nunca jamás.

           Él se enamoró de su prima, a la que vio reír y jugar y llorar y hablar y leer y correr tantos días claros de esos que invariablemente quedan atrás.       

           Pero quizás estamos hablando de un pecado.        

           Como quizás se trataba de un pecado se escribió en la mano una R azul para irse y no olvidar nunca el día de su cumpleaños.     

           Cuando la R se junta con el 12 y con el 9 la felicita esté donde esté.           

           Vuelve a acordarse de la miel y los pozos. Envidia a los pozeros y las abejas y se siente un poco más solo.  

           Ella estará ahora en el centro de ciudades enormes, grandes y lejanas para mí como el sol.               

 Rafael P. Calmaestra

Camino a casa

Camino a casa

            Ya antes de llegar a la esquina notó un primer aguijonazo violento; era como si una hoja afilada atravesara de improviso, a la manera de un relámpago, su vientre. Se detuvo un instante, tratando de coger aire, hasta que poco a poco el dolor fue remitiendo. Se sintió sorprendida; quizás le había sentado mal la comida, aunque era un dolor extraño, nunca antes había experimentado algo así. Trató de reponerse y no pensar en las ideas delirantes que a veces la asaltaban sin poder remediarlo y, algo encorvada, volvió a reanudar su marcha. Cruzó entre dos postes y miró que no viniera nadie. Aligeró el paso; en casa tenían que estar esperándola hacía ya tiempo. Quizás no debería haberse detenido a comer en aquél lugar que parecía surgido de la nada. Ayer al menos no recordaba haberlo visto, oscuro, con sus paredes lisas y de techos bajos... más el olor a comida inundaba el callejón y se dejaba sentir a varias manzanas a la redonda: imposible ignorarlo, y menos ella, que era una glotona. Pero de nuevo un dolor lacerante la hizo trastabillar; ahora el relámpago le electrizaba todos los miembros con un dolor indescriptible. Se agarró como pudo el vientre mientras sus piernas se crispaban tratando de mantener un equilibrio imposible. Había caído en mitad de ningún sitio y el miedo se mezclaba con el sabor de la sangre en su boca.

 

            Los dos niños llevaban un rato observando. Agachados, dudaban entre tocarla con la punta del pie o seguir mirando sin más. Finalmente, uno de ellos, el más alto,  la rozó con la puntera de la zapatilla. La cucaracha volvió a agitar las patas frenética; estaba boca arriba y se desplazó unos centímetros movida por el pie.

           -Parece que se está muriendo -dijo. Su amigo asintió; ambos habían dejado las fichas sobre la mesa, abandonadas en el salón, y se encontraban ahora en medio del pasillo.

           -Es de las rubias, está en las últimas. Mi madre pone cebos tras los armarios.

            Siguieron mirándola un rato más. Poco a poco el insecto dejaba de patalear hasta que alguno de ellos la rozaba, con lo que volvían las convulsiones, el multiplicarse por mil de aquellas pequeñas zarpas. Aburrido, el más alto alzó el pie para pisarla.

           -¡No, no lo hagas! -exclamó su compañero de repente. El alto se detuvo y lo miró extrañado.

           -Que sufra.

 

           Rafael P. Calmaestra

En Septiembre

En Septiembre

            Siempre me han dicho que tengo la cabeza muy grande. Sé que es verdad, la tengo como una calabaza, como un bombo, como un dirigible, como un globo demasiado hinchado; de todo me han dicho ya. Mi cabeza, cuando la muevo, también suena: dos piedrecitas brincan y se buscan dentro de ella.

            Me gusta ponerme en el pasillo con los brazos en jarras, esperando a Rina y Godolés. Antes o después aparecen para pasar a la cocina, o a la habitación de la abuela, y me encuentran allí, taponando el paso con mi enorme cabeza. Se enfadan, claro, y comienzan a pegarme patadas en las espinillas, pero yo ni me inmuto, aprieto los dientes y lo aguanto todo. Aprendí a hacerlo hace años. Apretar los dientes, contar  hasta trescientos veintisiete y no pensar en nada más; si a esas alturas siguen pegándome cuento ya hasta seiscientos setenta y ocho, novecientos cuarenta y tres o mil doscientos treinta. Tanto no suelen aguantar, antes se marchan derrotados y hundidos. Sólo entonces me muevo, saboreando mi victoria, pero nadie quiere ver a la abuela cuando termino de contar todos esos números, ni hay hambre que dure tanto, así que es una victoria pírrica. “¡Dónde andarán metidos estos niños!”, suele gritar mi madre con su olor a perejil desde algún lugar. La quiero mucho, a mi madre; si se muriera le llevaría flores todos los días al cementerio.    

         Mi madre es una persona muy sensible. Cuando llegan estas fechas, en Septiembre, se pone triste; yo trato de animarla, total, pienso, en el fondo no conocía a ninguno de los que murieron, pero a mi madre eso no le importa, gimotea un poco y murmulla “pobrecitos, pobrecitos, como hojas caían desde tan alto, qué iban a hacer si se quemaba todo”. Yo suspiro, asiento levemente y mis piedrecillas tintinean haciéndome cosquillas. 

         Rafael P. Calmaestra