Mariela se frotaba los ojos de puro aburrimiento. Frente a ella, Rubén seguía hablando y hablando. Ahora decía no se qué de una película.
-Era “Excalibur”, ¿la has visto?
No, Mariela no la había visto.
-No me lo puedo creer –dijo Rubén con una sonrisa amplia y forzada mientras le daba vueltas a su cerveza-. Hay una escena... ¿sabes? Hace años siempre pensaba ¿qué ocurriría si algún periodista –yo ya sería famoso, claro- si algún periodista me preguntara por las vivencias que me han marcado? Yo le hablaría de esa película.
Mariela miró su reloj.
-Te sitúo. Trata sobre la tabla redonda y todo eso, es del ochenta, creo. La escena comienza cuando Arturo, que aún no es rey, desclava la espada de la piedra con una facilidad pasmosa. Los nobles y caballeros que lo observan no lo pueden creer; algunos lo siguen y proclaman como soberano pero otros se niegan a reconocerlo porque hasta ese momento no era más que un pobre escudero. Bien, siguen unos momentos un poco confusos hasta que sus seguidores sitian el castillo de su más poderoso rival; Arturo se encamina hacia allí y comienza la lucha.
Mariela siguió mirando el reloj. Pensó que si fuera digital quizá el tiempo pasaría más rápido. Piensa también en el motivo por el que salió con este chico; no es feo, tiene una mirada interesante y, quién sabe, puede que no esté sólo delgado. Pero tenía que haber adivinado que una persona así jamás se atrevería a hablarle de algo serio o divertido, qué más da. Que era de los que no se atrevían a rozar ni tan siquiera la falda de una mujer, qué decir besarla, qué decir cogerle con fuerza los senos, recorrer las piernas con las palmas vueltas de las manos.
-Arturo lucha bien, y eso que no lleva armadura como los demás –siguió diciendo Rubén nerviosamente-. Llega un momento en el que captura a su enemigo en el río, a lado de las murallas. Alrededor de ellos los seguidores de uno y otro continúan la lucha hasta que Arturo, a viva voz, le ordena al noble que se rinda, pues lo tiene cogido por el cuello. Pero éste se niega; “¿Cómo voy a rendirme ante un escudero? ¡Soy un caballero, y noble por añadidura! Jamás me rendiré a ti”. ¿Ves Mariela? Cuánto honor. Bueno, pues en esas estaban y ya todos los que luchan dejan de hacerlo para jalearlos. Y entonces viene lo bueno.
En el cine, mudo. A ella le gusta comentar las cosas que suceden en la pantalla, y reírse cuando se lo pide el cuerpo. Bajito, eso sí, para no molestar. También le gusta sentir que la tocan en la oscuridad; le gusta que lo hagan con timidez, si el chico está inseguro en esas primeras horas, o con firmeza si se le ve un poco chulito. Pero Rubén se sumergió en una especie de burbuja autista desde el principio. Nadie existía, sólo las figuras luminosas de enfrente. Y eso que la película la había elegido ella y más tonta no podía ser.
-Entonces es cuando Arturo lo suelta del cuello y le dice, “Tienes razón”. Le da la espada, le da excalibur, se agacha ante él, baja la cabeza y dice “ármame caballero para que puedas rendirte ante mí”. ¿Te das cuenta? Los que lo miran, de uno y otro bando, quedan patidifusos. Todo se torna verde, como siempre que se fuerza el destino. Merlín, que anda por allí, se asusta. Y Arturo continúa esperando, con el agua hasta la cintura. Los seguidores del noble lo jalean: ¡Envaina la espada y conviértete en Rey! O bien ¡Córtale la cabeza! Y el noble en cuestión no hace más que mirar y mirar la espada, pues es la espada más deseada de toda Inglaterra, la que por décadas descansó clavada en la piedra sin que nadie pudiera sacarla de allí. Y la tiene ahora en las manos reluciente, blanca y dorada. Y tiene al supuesto impostor bajo él... pero lo que hace es nombrar a Arturo caballero, por San Jorge, devolverle la espada y arrodillarse llorando, sollozando que jamás vio a nadie con tanto valor y que sin duda la sangre del último Pendragón corre por sus venas.
Rubén, que se había llegado a emocionar, calló de golpe. Ya estaban recogiendo las últimas mesas y ni siquiera se había terminado su cerveza. Mariela miraba hacia abajo, como el rey Arturo hasta hacía un momento. Es que su reloj no era digital. Rubén sintió que algo le quemaba el estómago.
-Vámonos, anda.
Rafael P. Calmaestra